Exposición del artista Alberto Lescay Merencio en el marco del espacio cultural El Autor y su obra de la biblioteca provincial Elvira Cape Lombard de Santiago de Cuba.
Por: M. Sc. Maciel Reyes Aguilera. Especialista en Arte de la Fundación Caguayo.
Porque ¡caballo! quería decir muchas cosas empezando por alerta: Soy yo en ti desde afuera y dentro de ti. Soy todo momento que empieza después de la palabra pronunciada, y que tantas y diferentes cosas puede significar (…) ¡Caballo! quiere decir que eres otro miembro de mi cuerpo y otra dirección de mi pensamiento. Y por tanto y lo mismo, ¡caballo!, no eres tu solo en tu soledad, sino los dos cogidos en el puente de una palabra (Cuentos escogidos, 1989, pp. 249-250)
Así rezan las líneas de uno de los cuentos más paradigmático de Onelio Jorge Cardoso. En esa narrativa abonada de lo que se ha llamado “difícil sencillez” encontramos una filosofía de vida enlazada al espíritu de otro ser animal. No cabe la menor duda que hoy tenemos esa aura reflexiva en otra poética: la visual.
De pisadas fuertes la bestia anda agitada como quien quiere atrapar la noche antes de tiempo. Galopante llega Lescay a estos lienzos que estallan en un torrente de sensaciones gustosamente inverosímiles. Desde temprana edad descubrió en las esencias propias de este animal su alma, diríamos, gemela. Tal hecho llega a convertirse en genio y figura de su plástica tanto volumétrica como pictórica. El caballo es sujeto y objeto en su obra. Un ente espiritual que llena la atmósfera del hombre que se sabe deudor de su pasado mambí.
Estamos ante la presencia de símbolo y poder. Una suerte de criatura zoomorfa se convierte en alter ego del artista. Rindiendo justo homenaje a pasajes insignes de la historia patria inmortalizó a Maceo, el titán que luchó y calló a caballo. Como el apóstol que decidió salir a morir por la libertad en su corcel también lo hizo Rosa la bayamesa (2002), pero curando heridos e imponiéndose en la manigua.
Todo invita a la carga, desde el animal protagónico de las gestas independentistas hasta el sueño del caballo de la Revolución cubana. Makandal (2010) anda por los montes recogiendo yerbas para sanar el alma mientras su Madre Tierra (2017) pare hijos de los dos sexos. Es apasionante el convite que trota entre libros.
El abuelo materno quien fuera parte de las huestes mambisas vino a metamorfosearse en pata de equino y piel de dragón. Cerca del brazo profundo del corazón descansan sus machetes siempre prestos a marcar el camino del viaje perpetuo. Dichos pasos impregnan de cubanía al espacio central del salón cual cimarrón que burla al pasado tocando guitarra en la antigua Sociedad de la Colonia Española.
Como marineros tentados ante los cantos de sirenas seguimos el hilo dramático del artista que nos enrumba a las alturas para abrir el espacio galopante. Aquí el análisis es otro. Ha ocurrido una síntesis del pensamiento abstracto lescayano. Los caballos han violentado carnes femeninas hasta tomar su aroma. La aparición de estos personajes allá por el 2003 -quién sabe- no se explica todavía. Es así como el hálito místico ronda las texturas implícitas del arte redescubriendo formas e insinuando otras.
En esas telas lo sensual es confuso y alcanza a intimidarnos la duda sobre lo que tenemos de otros en nosotros. Existe una “canibalia” social que transgrede los límites del marco. A tal punto saltan sobre la peana caballas dormidas que reposan en silencio tiernas y sutiles como auténtica Nepenthes. Sin embargo, prefiero quedarme con la admiración honesta ante la efigie que frente al retrato broncíneo de Rosa custodia el lugar. La centaura (2014) reta al espectador más avezado, incita a una segunda mirada y se convierte en ese ser alado que puede galopar el cielo azul. Un evidente referente icónico se halla como tomado a destiempo de una obra maestra del siglo III a.C. Por eso me gusta defender la idea de que esta pieza es la Victoria de Samotracia del arte cubano contemporáneo. No tiene que presidir el prestigioso museo del Louvre basta con que juegue en los bosques tropicales, en los patios interiores de las casas coloniales, en los miradores de madera de una pintoresca cabaña en Boniato o en el mezzanine de alguna biblioteca pública. Basta con que cruce el océano y siga plantada como centaura caribeña en todo su esplendor.
Puedo afirmar que Lescay llega A caballo A porque no sabe hacerlo de otra manera. Porque su sangre densa y caliente se paraliza bajo las sombras y porque salvando las palabras del poeta Cos Causse: “Es tiempo de andar con el pie en el estribo. Y no sólo eso, sino cabalgar tremendamente al lado de la vida, abriéndose paso, como el soldado que en una mano lleva la bandera y con la otra defiende el camino.”